ELEGÍA DE PRIMER INGRESO


Suben las escaleras de la noche

con guantes de amargura

mis voces,

porque no pueden irse ni quedarse.

Por acostarse con la soledad

mis huesos,

nadie los quiere.

Estremecen tumultos de violines

mis manos inexpertas,

y en la azotea de la luna

desprenden su tristeza mis guitarras,

y avisan a las casas

del hambre de las cuerdas que me busco

y me callo

y me renuncio.

Porque mi madre se callaba siempre,

y mi tía,

y no hubo hermanos cerca,

y obligaron mi voz a irse hacia adentro,

y a jugar al silencio con mis manos

si no tuve juguetes.

Y crecí en los rincones

tirándole pedradas al hastío,

con la lengua amarrada,

mirándome en las lunas del ropero,

porque no me enseñaron qué era el beso,

ni la palabra,

ni los automóviles,

ni el sí,

ni el no.

Alguna vez, el dolor y la anestesia

cuando me estaban enseñando anemia

y algo goteaba desde arriba;

y vi dos caras nuevas:

el médico

y mi muerte;

y sordomudo me entendí azorado,

y supe qué era blanco

y qué era negro

y qué el pequeño Dios que me enseñaban

y qué araña,

aunque aún no comprenda qué es el día,

ni la noche,

ni yo.

Me libertaron ángeles de espuma

y hoy busco la cerveza y las mareas;

me libertaron ángeles de humo

y hoy busco las hogueras y el cigarro,

pero no me enseñaron

qué haría sin yo niño

y sin abigael púber y ardiente,

porque todas las noches me acostaba

a tientas con el miedo

y con la soledad,

y con los alacranes de las vigas

y las hormigas del doloroso despertar,

porque en mi casa las ventanas eran

penadamente abiertas

y sólo había luz cuando velaban

al recuerdo y al otro,

el de los clavos.

Luego me depusieron repentinamente,

y no sabía de las avenidas,

ni de los niños,

ni de las campanas,

porque en mi casa las ventanas

estuvieron cerradas veinte años,

y sólo me decían que la lluvia

era agua porque no la veía

y que el viento era malo

y se llevaba

a los que se asomaban a mirarlo.

Ahora conozco todo y no lo entiendo,

palpo el ritmo solar y no lo creo,

y a todos les pregunto

si se come la luna

o si es un pájaro árbol fugitivo,

aunque no sé qué es árbol

ni qué es fuga

y me busco

y me callo

y me renuncio;

acostumbro a mi piel a que se entibie

y a mis zapatos a que pisen

y a mis ojos a que indaguen

todos los territorios,

porque no me enseñaron qué era el beso,

ni la palabra,

ni los automóviles,

ni el sí,

ni el no.

Y no haber sido

y no ser.








CANTO

Detiénese mi voz en este instante,

se ahonda en las señales espaciosas mi corazón,

y así, frente a la pompa solar y la hoja exigua,

y la mezquina savia y la canícula,

nunca tuvo la luz tanta blancura;

refulge mi poramen

y, ya cierto de mí,

presencia desasida y el poema,

al aterido ámbito traslúmbrome.

Y el día reina como un héroe

con su esqueleto de diamante,

y el cielo se descubre recomenzando sus aceros,

y llega la voz tórtola

minuciosa y paupérrima;

baja la voz jadeo solemnemente cal

y es necesario hundirse,

buscar la contraseña de la voz palofierro;

la voz liebre

se hace una solalenta hospedería en la avidez recóndita,

y la voz lagartija contraviene

caminando en puntillas sobre su misma sombra;

conocedora del arte de la sed

la voz víbora trema;

la estepa desahuciada

deja que abra sus dedos la voz cacto,

y arde envuelta bajo el pavor celeste

la voz inmensidad;

el viento azota la voz lastimadura

contra los ritos del uranio;

el fuego son distancias,

todo lo circunscribe y lame la voz reverberancia;

la voz ardilla como una víscera solar se azufra

bajo el golpe candente,

y el castigo frenético fulmina

las radiantes desdichas de la voz camaleón,

e inagotable claridad flamean

el cuervo y el coyote

en las junturas de esta violencia arcaica.

Y uno recuerda

frente a esta forma recta,

bajo el viento vinagre,

transponiendo el arenal recinto,

asumiendo la espina,

las guaridas solemnes,

la pezuña extremosa,

cuando agria la luz

sólo es un golpe duro

al pedernal donde sus pasos arden,

que aquí existió en un tiempo

tan larga línea azul del mar

que, bajo la hora única,

trasciende aún el oro de las dunas

y las nácaras cosas de la arena;

y se pregunta uno:

¿Serán los espejismos la memoria

que el desierto guarda del mar,

de la última ola que recorrió la pedregosa aurora

en la totalidad abrasadora?

Y se pregunta uno…

y sólo el mar lo sabe,

y el desierto;

¡imposible beber, toda esperanza

abandonar aquí!

Y uno se anuda y crispa

y nadie escucha,

y nos palpamos la asolada arteria:

¡No puede ser! y, sin embargo,

es cierto.

Pero al anochecer, señal de alianza,

donde las cosas fueron,

sólo los nombres de las cosas quedan

en las habitaciones inclementes

y las cosas avanzan olvidando su nombre.

Entonces uno sabe, en su zozobra,

que el silencio está vivo,

que la vida profunda en sus áridas puertas

echa a sonar crótalos, ojos, combates,

fosforescencias, tímpanos,

voracidades, patas, estirpes, aguijones,

y así,

desde sus cuarteaduras inorgánicas,

con inaudible estrépito,

se oye crecer el intangible azoro,

y el desierto,

constelado de incógnitas liturgias,

recomienza su círculo

perfecto.

Oh, Desierto, jaula del sol, oh, Mío,

al aire reo y loco de la ausencia,

miro pasar tus trenes como la arena entre los dedos,

miro pasar mi pubertad desalentada

hacia donde me condujeron,

miro cómo a mitad de marzo, desde el centro del mundo,

te cubres de azucenas

y nadie sabe nunca cómo, de dónde, desde dónde,

los bulbos arremeten sus estigmas liliáceos

y te engendran, te cumplen desde abajo,

decretándote la primavera de un instante;

miro también la flora inverosímil

de la biznaga y la pitahaya,

que son el galardón de la hora nona,

el premio a su martirio deslumbrado;

gusto las mezquitales ambrosías, la chúcata viscosa,

y sé que bajo de tus sueños,

el petróleo y el oro te dan goce,

y abundancias ancladas,

y mareas,

la plata y los placeres minerales.

Oh, Desierto,

ya todo lo recuerdo;

camino por mi nombre,

me paro a conversar con nuestras cosas,

y dulcemente, después de haber estado

sobre el fuego y el ala de la tierra,

no me importa quedarme,

mano para volver,

recomenzando

tu corazón y el mío.





ACTA DE CONFIRMACIÓN

En la calle:

mil, dos mil, cinco mil estudiantes

exhiben sus testículos:

los muestran

dando enormes, duros, macizos gritos;

se los duelen al viento,

vociferan,

y es que en algún sitio

de humana patria, el hombre está subiendo

por la tráquea del día

y de la noche, el agrio

peso de su dolor y de su hartura;

y piden largos filos,

abren toda su juventud,

hinchan su duelo,

están como altavoces de la muerte,

iracundos de amor,

ensalivados de pobreza,

y nada cabe en ellos,

sólo su solo y simple corazón,

violento mensajero,

que viaja hasta donde los hombres

caen sobre sus zapatos y su sombra,

podridos hasta el tuétano,

pero sabiendo acaso que, en España,

en Caracas,

en Bogotá,

en Montevideo,

en Lima,

alguien,

alguno,

un joven, un poeta

protesta y quema,

escribe,

encinta,

funda las residencias del desquite,

abraza con las manos furiosas las palabras precisas,

en el verso,

en los muros,

en el urgente, incorregible, baratísimo impreso.

En la calle:

mil, dos mil, cinco mil estudiantes…

En ellos viene y va su cólera temprana,

sus apenas muchachos de la dura enemistad,

sus casi niños caídos de la rama,

pero nada es más grande,

más flor de varonía que su puño,

su voz rajando muecas,

su grito todavía a flor del ángel;

porque ellos piden justificadas inauguraciones,

desquites inaplazables,

manos sabiendo ser brazos abiertos,

mientras en otro sitio hay estudiantes

con las tripas al aire,

ametralladas mujeres, hombres duramente hostigados,

jóvenes dinamiteros,

muchachas lengua a lengua,

brazo a brazo en la ira,

pueblos que quieren propios

su oxígeno y su sal,

su agua y su manta,

su cama y su mortaja;

por eso, a media calle, gritan los estudiantes,

silban,

manifiestan su pedrada y su herencia,

y yo me voy con ellos,

confirmo mi denuncia,

protesto por el sátrapa,

por el gran hijo de nadie,

para que el hombre,

en cualquier parte del mundo,

le dé en toda la madre al dictador,

al tirano, al chupavidas,

porque uno como nosotros

exija sus derechos, pida sus garantías,

denuncie, mate, haga revoluciones;

canto y me voy con ellos,

canto y espero todo lo que sea,

todo lo que me cueste

pedir para los hombres la esperanza,

porque somos, estamos hechos

con la misma sangre

y de la misma soledad,

y en la misma intensa, pura, simple, clara, amarga

geografía,

porque estamos

pecho a pecho,

testículo a testículo,

en la misma doliente madrugada

y nos cuelga todo mismo tamaño,

nos estremece toda gana de muerte

para el que en alguna parte

estrangula sus sílabas de hombre,

ladra sobre sus consonantes presidiarias,

enmugrece las sábanas del mundo,

nutre y se deja nutrir negras ampollas.

Vámonos desde ahora, muchachos,

nadie debe callar, pago mi precio,

si en otra parte

el hombre roba al hombre su garganta,

su casa, su esqueleto,

su lugar de pedir ser habitante

de su sombrero, de su traje,

de su mano derecha, de su lengua,

de su públicamente orfebrería;

para eso y por eso, el poema,

mi poema se quita los zapatos

y se echa a andar el tiempo de los reptiles.

Ahora navego; amigos:

el corazón del hombre no es el viento.

Es un largo puñal.

Y lo levanto.