Herramienta para cortar

El amor es una yema que acercas de noche. No tarda en hacerse instrumento de acariciar a la altura de los labios (escurres una leche; parpadea lo blanco; me abro de par en par). Ahí instilas el perfume, me inoculas (nada que ver con la sangre). Lo recibo de quemadura benigna, como si unos vapores de aguardiente me cubrieran las llagas.

Eso que llamas numinoso me penetra (¡vaya rito de seducción!). Lo que te queda de blanco se me acumula como nieve ante una puerta y se vuelve grumoso. Luego me duermo y sueño con un ataúd pequeño, demasiado corto para nosotros.

Como tienes completa la parafernalia de boca, sabes hacer de todo: besar, hablar, gritar. Yo me enamoro al instante de tu lengua. Espero tu beso, sabiendo que tal vez me vas a amputar algo, y se escurren de nuevo tus labios como esponjas. ¿Por qué siento que me cortan en el lugar más tierno?

Me resigno. Tus palabras son suaves como ramas recién salidas, de corteza joven, no esa piel dura de los árboles viejos. Cuando el diluvio menor llega a su fin, la sangre casi es violeta: gotea como savia de arce perforado.

Tu boca es capullo: no la veo en tu rostro sino más abajo.

(Tomado de la antología POESÍA VIVA DE JALISCO)


Stadaconé, 1680

Utilería del Norte —detenida la invisible ambladura de sus corceles de aire en las puertas del cielo—, va deshojando con sus pinzas aéreas los arces de octubre (bosques de mástiles antes de la palabra “arce”, bajo encajes de oro donde sangran las hojas vaciándose de la savia que hace dos semanas hacía latir sus diminutas clepsidras de plasma vegetal). Como preguntó un fraile de Baja California, asediado por le sol y sus agujas, “¿cuántas espinas tiene este país?”, ¿preguntarían Jacques Cartier y Samuel de Champlain cuántas borrascas lamían el interminable lomerío de nieve?” Tantas como tuvo el mar, mantel de mercurio bajo la rosa de los vientos, para empujar con los dedos de la flor octogonal los grandes velámenes de blancura hacia el río San Lorenzo.

Qué decir de la caricia que propinan —casi una bofetada—, las yemas de terciopelo de la brisa, los rayos que como puñales se abren camino entre frondas de carmines encalados.

Comarca de silbido en los follajes, de Indios cuyo cristo era el sueño.

(Tomado de la antología POEMAS AL VIENTO)


9. La laringe


¿Qué músico, ebrio de notas, te puso dentro la lira de Orfeo que hacía llorar las piedras, caminar los árboles, que apaciguaba las tormentas y sosegaba las fieras, una lira no de siete sino cuatro cuerdas, de las que sólo dos producen sonido?

Pedestal humilde para la cámara de los pensamientos, protege el país del grito, del murmullo, del ronroneo, y porta en su centro el mapa enrollado de las palabras, un pergamino de sílabas que hace las veces de cálamo en la pizarra transparente del aire.

Cálamo de viento, carrizo de cartílagos que iza en su asta bandera el invisible hilo negro de la voz y desenvaina el sable del canto, del aullido, del “te quiero”, el suave látigo de las palabras.


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Addenda: Órgano tubular que comunica la tráquea con la faringe y constituye el principal vehículo de la fonación, la laringe permite el paso del aire y se cierra durante la deglución para impedir que la comida se vaya a los pulmones.

El ensanchamiento de sus anillos produce en el varón la llamada nuez o bocado de Adán.



(Tomado de CARTOGRAFÍA MENOR, de próxima aparición)



La escalera de caracol

Cada jueves, lloviera, nevara o tronara, iba subiendo penosa, muy penosamente, la escalera de caracol, sendas manos apretando los dedos sobre las asas de una maleta pequeña, una roja y otra negra. Descansaba un rato en el rellano, los brazos adoloridos, y emprendía la ascensión de la segunda serie de peldaños que desembocaban casi en frente del cuarto donde lo esperaba Zoraida. Zoraida era un nombre prestado, afín a su oficio, como el de los escritores que adoptan un nombre de pluma. Lo que más le gustaba de ella, aparte de su temple saleroso y ese toque de melancolía cuando su mirar se perdía por la ventana, era la ingle, que parecía formar un todo indisoluble con los ligeros de encaje.

Aquél día, no los oyó entrar, las voces masculinas habituales, estruendosas, aparatosas, tapando con su volumen y vehemencia el revoltijo de risas femeninas que siempre tañían en los pasillos y detrás de las puertas cerradas, como prístinas campanas de cristal. Ya iba en el último escalón del segundo piso, lejos de la puerta de entrada de la casa, cuando se dio la revoltura de muchachas que parecían haberse multiplicado como por generación espontánea en los cuantos minutos que él tardó en subir la escalera de caracol. Corrían despavoridas, gotas de mercurio que huyen del punto donde cayó el termómetro de vidrio en la loseta. Volteó la cabeza en un ángulo de ciento veinte grados, las maletas depositadas en el descanso como dos mascotas dóciles. No tuvo tiempo de urdir palabra antes de avistar los uniformes y las gorras, el silbato colgado en cada cuello a manera de estetoscopio profano: eran dos.

- Venga – espetó uno de ellos.

- Y esas dos maletas - ¿son suyas? – terció él que venía dos peldaños atrás.

Él no respondió. Le pareció que el piso se tornaba gelatinoso, y no hubiera hecho falta un gran esfuerzo de imaginación de su parte para ver la duela del escalón tornarse líquida, todo él volviéndose un Cristo en equilibrio sobre el agua. La palabra “redada” parpadeaba en su mente como la luz de un faro en la más densa niebla. El segundo hombre volvió a gritar, al mismo tiempo que el clic de las esposas resonó alrededor de sus muñecas.

- Le pregunté que si esas maletas eran suyas.

Con la cabeza hizo una seña afirmativa. El sudor le perlaba la frente.

- ¿Qué contienen? ¿Un cadáver descuartizado? – soltó el otro en una gran carcajada.

Ante lo que estaba viendo (muchachas llorando, hombres esposados en paños menores en los pasillos, implorando no se les avise a sus esposas, Madame que sacaba un fajo de billetes en un último intento por acallar a los intrusos), se le cerró la garganta.

- Mira nomás, hasta los muditos salen con sus chistosadas. Pues ¡cuánto cobrarán aquí para que la gente tenga que venir armada con maletas repletas de billetes! A ver de a cuánto es el botín – rió el más alto de los dos.

- Tú toma la roja, yo la negra. Yo soy al revés de todo el mundo, el negro siempre me da buena suerte – contestó su compañero.

A la hora de levantar los velices, gemelos salvo por el color, los dos hombres intercambiaron una mirada de asombro. Voltearon hacia el aprendiz de preso, al unísono, como si la risa hubiera cedido lugar a la alarma.

- Oiga, ¿qué tiene en esos petaques?

La única respuesta que recibieron fue el zumbido de una mosca que se había sumado al aquelarre involuntario que de un momento para otro había juntado a inquisidores y sacerdotisas paganas. Cada uno levantó un bulto, mientras empujaban al hombre de mirada saturnina hacia el primer cuarto a la derecha, cuya puerta entornada parecía intimarlos a pasar y ponerse a sus anchas. Depositaron los dos maletines en la cama y procedieron a abrirlas: nada de dinero, nada de ropa, sólo una cadena enroscada como una larga víbora inerte, sin lengua bífida, enrollando el listón de sus eslabones de plomo, cada una plácidamente dormida en el fondo de una maletita.

- ¿Y eso? ¡Maldito loco! Vámonos Daniel. A ver si en la Comisaría, nuestro amigo se vuelve más locuaz.

Mientras iban bajando las escaleras, el hombre oyó en sus espaldas la voz aflautada de Zoraida, arengando a sus verdugos.

- ¡Cerdos! Ni se les ocurra maltratarlo. ¡El único ser que conozco que sabe exactamente qué demonios tiene dentro! Anda por las calles de la vida sin máscara ni lejía, tal cual es. Nueve kilos de cadena necesita para que yo lo amarre a una cama. Ni ocho y medio ni diez: nueve kilos con cero gramos, justo lo que puede levantar cada brazo. ¿Saben ustedes cuánto pesan sus pecados? ¿Saben cuánto mide su alma? Él sí. ¡Cerdos!

El sol afuera se iba desvaneciendo, una llama moribunda coronando un pabilo invisible. Mirando los últimos rastros de la tarde por entre sus ojos neblinosos, las muñecas irritadas por el roce del metal, el hombre creyó oír a lo lejos el canto de un ruiseñor.

publicado en la Antologia de Cuento Breve "Acento" 2005, Editorial Plenilunio, Guadalajara, México.

Sangre (Emat Escalante, México, 2005)


Up here, where the solitude is like the room of a dead child,

the ocean has no scent or roar. The future is disintegrating

along with the past. The landscape beyond this room is without

color. Just a bleak ridge of stone and no one to imagine it otherwise,

because that is the way it is —as, deep down, everyone knows.

An unborn world where sound, any sound —the scratch of a claw,

the miracle and the only necessity— is a gift. Language, when

finally it comes, has the vigor of a felon pardoned after twenty-one

years on hold. Sudden, raw, stripped to its underwear.

Toni Morrison, Love



Soy un hombre de cuerdas vocales cerradas a cal y canto: no esperen de mí un tratado

de retórica, ni grandes aspavientos.

Hoy cuando el sol levitaba tal vez encima de la línea malva del día naciente, mi hija se

mató.


Un filtro de amor rancio, verdinoso,

que le diera aquel dizque novio ahora viudo

con sus “nos”, no esto, no aquello, no lo otro.

Agua zafia, arándula vertiginosa de una boca

que sólo sabe decir “no somos nada, tú y yo”.

Terminalmente triste, ésa era mi hija. Sé

que su corazón pasó hambre, y yo,

con mis órganos cronometrados

por las horas de oficina,

con mis cuerdas vocales marchitas,

no tuve palabras para alimentar

ese amasijo de ventrículos y aurículas exánimes.

(Un ángel a quien le faltaba un ala,

esa muchacha mía que me pidió refugio

huyendo de una madre de ubre sarmentosa).

Mi hija llegó a contrapié, eso fue todo.

A pretty, undercherished girl in an overmended coat.


Hoy no estoy para flores ni claro de luna: cargué sus piernas yertas (que sobresalían de

atrás de la cama), su torso yerto, sus labios yertos, la cargué todita en hombros como estatua derribada, y emprendí el largo ascenso por las calles infestadas de luz de Guanajuato.

Amortajada ella en una bolsa de plástico verde, qué noble material es el plástico. Nadie,

ningún transeúntes volteó a vernos.

Bajo la claridad del sol, que le doblaba en belleza a mi hija, subí cargando la pendiente

empedrada, con mis pasos isócronos.


Mi corazón está hecho una colmena de lágrimas,

pero seguí caminando, penosamente, hasta el vertedero,

con mis cuerdas vocales cerradas a cal y canto.

(Ni modo que la dejara tendida

en el césped del parque

a que todos la vieran pardear,

a que las aves de paso la picotearan

y le sacaran los ojos).

¿Qué ángel encargado de dar de comer

al profeta de los pájaros las habrá de pellizcar,

mis cuerdas vocales,

para sacar de ellas un grito, la palabra que no dije,

la frase de bienvenida que hubiera impedido

ese naufragio en aguas secas?

No crean que soy indiferente: regresé al vertedero,

culposo, pero ya no encontré a mi hija.

Ni el arriero salido de las páginas de Pedro Páramo

y que apareció ahí como reviniente

la había visto.


Lo que hice es un delito castigado por ley: se llama “ocultación de cadáver”. Hoy en la

noche, tal vez oiga latir el corazón de Cristo, el de la Virgen. El de mi hija ya no.


Mi segunda mujer me espera en casa con una sonrisa decorativa,

acostada en el piso, anhelante, sin ropa. Con sus pezones morenos.

Con sus manos que de día sirven pollo en una rosticería

y de noche desabrochan mi camisa.

Con su voz untuosa. Con su corazón prieto que es un dátil.

Con sus tímpanos de azúcar, sus oídos adictos a las telenovelas.

¡Oh urdimbre de la piel en un aquelarre de un solo miembro

donde oficia ella, la sirena oscura, la bruja obrera, la que no quiso

abrirle la puerta a mi hija, que ahora yace

en un féretro a cielo abierto, un ataúd forrado de bolsas de plástico

con vestidura de cáscaras, cielorraso de corcholatas,

un catafalco de migajas y despojos

sobrevolado por las moscas

(las moscas, amables guías, pequeños ángeles sin túnicas).

Mi hija desaparecida en una morgue

a la medida de mi silencio.

Revista Literal: Latin American voices / Voces latinoamericanas, número 37.



Cordis

Un órgano. Un vil órgano. El cuerpo humano tiene 206 huesos. La piel de una sola persona tendría 20 pies cuadrados si con ella hiciéramos un cubrecama. Hay en la Tierra 6.7 mil millones de seres humanos, cada uno con su propio corazón. Y unos 134 mil millones de metros cuadrados de piel.

Un órgano, 6.7 mil millones de veces repetido. Los romanos lo llamaban cordis. Cordis, tal vez, porque tenga dentro una cuerda para jalar, una cuerda que hace que se desaten todas las calamidades del mundo, toda la belleza del mundo, en un alud que ninguna palabra dicha, ninguna bala perdida o no perdida, ningún ataúd o pensamiento o conflicto armado podría detener. Y en ese corazón de portador desconocido, una campana, un tambor, la sangre y las sienes latieron bajo la luna llena, que estaba a 14 grados de Virgo, a 11 grados de latitud Norte y 85 grados Oeste, tantos metros arriba del nivel del mar. Corazón solitario entre casi siete mil millones de corazones.

Y aquella pleamar que la Luna a 14 grados de Virgo hiciera levitar, como si un cordel de titanio uniese las aguas de la Tierra con el sembrado de cielo donde ella, Selene, se mantiene en equilibrio desde la noche de los tiempos.

Todo un mapamundi en este corazón. Un mapamundi donde el amor quiso trazar una sola frontera que en vez que dar a otros países compartiendo líneas imaginarias sobre la piel del globo terráqueo abriera sobre el abismo. Mas el corazón aludido, el corazón solo bajo la Luna, es un decir, a 14 grados de Virgo, que en ese momento pudo haber estado en trígono con Venus en Capricornio, está dividido en dos países: dos naciones enemigas que jamás se declararán la guerra, firmado el armisticio mucho antes del invento de las fronteras, mucho antes del inicio de las hostilidades, mucho antes de que la claridad del alba iluminara sus primeras fundaciones.


Rostro

I


Vio su rostro y todos los rostros del mundo excepto ése desaparecieron.


El patrón inamovible del rostro humano: dos ojos, una nariz, dos mejillas, una boca —órgano de palabras— y apéndices como la sonrisa, el lápiz labial para adornar los labios, la mirada —pareja en ambos iris—.

Él está habitado por el rostro de ella (la casa bien puede quemarse, no así los fantasmas que la habitan, compartiendo con sus moradores el espacio entre dos camas, los peldaños de la escalera).

El rostro de ella, azucena plantada sobre dos hombros diminutos. Ambos oyen claramente: azucena, palabra cuyo galope retumba contra sus parietales, y que, junto con los demás vocablos de la bandada, buscará el árbol de la noche.

Cuántos sonidos le harán coro a ella en la oscuridad, con ese rostro que parpadea y él no dejará apagarse, preso, escamado, en la almadraba de la memoria.


II


The head, heaviest of flowers.


El tallo de su cuerpo de mujer se comba bajo el caldo de ideas que hierve en su cabeza—mientras el corazón, por su parte, retoca sus sentimientos—, y él inclina su rostro sobre ella como un Narciso prendido de otro rostro que el propio.

Sus brazos de hombre, dos pétalos lobulados por las manos, que tanto, pero tanto quisieran acariciarla, deshojarla con los labios.

¿Será un girasol cara al astro rey lo que le cubre así, como máscara, la boca y los ojos, la frente y la barbilla, las mejillas y la nariz? O bien, ¿será que el peso muerto de aquella corola busca besar las partes bajas (pezón y matriz) que como globos vuelan hacia la lámpara de techo, con la Luna que tal vez esté a 14 grados de Virgo?

Darwin al revés. La cara se vuelve flor, remontando los eslabones, y esas recámaras, esas calles, el sendero que baja a ese lago donde ellos nadaron horas atrás son campos de amapola invisibles donde Dios ensaya una floricultura insensata, girasol y perfil, hoja y manos vírgenes.


Eurídice

Ella le va a ayudar a encontrar su alma perdida. Un Eurídice macho plantado en la floresta boreal o una arboleda de robles con un puente muy cerca. Su alma que, amarrada a su corazón con un cordel que a ella le recuerda la cuerda de un reloj (¿en español acaso no se dice dar cuerda a un reloj?), vaga sobre el oleaje de donde otrora ella saliese en un sueño, un sueño de él que todavía no la conocía a ella, sirena sin cola, lograda imitación de nereida. Y el alma de él es la bolita al final del balero. Va a la deriva sobre las aguas amnióticas de un mar donde navegaron los vikingos. Más tarde, la luz roja del reloj en la recámara latirá de noche como un corazón desbocado. Unos días antes, él se rió de la idea de un alma colectiva para los animales. No del alma misma de los animales, en la que él no cree (la vida espiritual del gato, la vida espiritual del mandril, sólo ella para concebir ideas tan estrafalarias) sino del concepto de un alma colectiva. Ella no pudo explicarle que Mahoma en su miraj vio los representantes de cada especie: una cebra, un lagarto, un quetzal, un tábano, un coatí, una carpa, un flamenco, cada uno encargado de velar sobre cualquier ungulado del mismo tipo, cualquier criatura alada similar en apariencia, cualquier bestia de escama que lleve el mismo nombre. Sin embargo, él encuentra la idea del alma colectiva bastante enternecedora: un espíritu compartido por puros semejantes, una gran alma haciendo de paraguas para especimenes que se parecen. Es el alma también, aquello que despertará bajo la luz roja, aquella noche, mas en ese caso, es la individual, el alma de Pedro, el alma de Rachid, el alma de Milagros, el alma de Xochitl, el alma de Dimitri, de Jean-Pierre, de Igor, de Atala, de Rahvi, de Dongfeng o de Shirley, el alma de ellos, que no tienen cara.


Corazón en cuerpo


I


Corazón perdido en medio de una cama que ella busca perdidamente para volvérselo a poner arriba del mediastino.

Cuerpo que él todavía no ha visto en su estuche de terciopelo. Tapa que él tampoco logra abrir, cuerpo que él quiere ver a pesar de sus ojos vendados, que le gustaría tomar entre sus manos sin necesidad de tocarlo (si lo toca, se rompe el hechizo).

Cuerpo descalzo, deshecho en el engrane de las horas, despojado de sus bienes, y sin embargo tan cubierto de pétalos, tizne, envuelto como si la mirada de él fuese mortaja que lo vistiera hasta el cuello.

Corazón-lámpara en una sola palabra que él oye tintinear, vuelo de campanillas (¿tendrá ella un cascabel en el cuello para que su amo sepa dónde está, criatura del vacío?)



II


Corazón-cuerpo fundido en la piel, pegajoso, pespuntado en el brocado rojo y amarillo de una colcha. Dios Madre como un cuchillo separando el filo.

Quisiera que desapareciera la piel que nos separa, piensa cada uno por su lado.

Repta, repta, la tan pequeña distancia entre ellos, corteza amovible que tienen el poder de quitar con la pura mirada, rajar con el pulso que doblemente bate en ellos como badajo de diminutas campanas, impedidos que son para tocarse, envueltos en una concha de piel que tiene forma humana.

Dios Madre que chasquea la lengua, y el corazón cuece en ellos el bagazo de la culpa, asolvando orificios donde los sentimientos sobrantes van a parar, friolentos: le llevaremos una ofrenda todos los días para ablandar su corazón, piensa cada uno por su lado, en su tembloroso caparazón de epidermis, velmez adentro.



Cristóbal Colón (lugar de nacimiento discutido, c. 1436-1456 – Valladolid, España, 20 de mayo de 1506)


Este navegante, cartógrafo, almirante, virrey y gobernador general de las Indias al servicio de la Corona de Castilla, pasó a la Historia por haber realizado el llamado “descubrimiento de América”. Realizó cuatro periplos, partiendo en su primera expedición, el 3 de agosto de 1492, del puerto de Palos de la Frontera (Huelva) para atracar en Guanahani (hoy día ubicado en las Bahamas) el día 12 de octubre del mismo año. Murió convencido de que había llegado a las Indias y que en las tierras donde llegó se hallaban el paraíso terrestre.


Siete años de corte en corte, pobre Cristóbal, para poder lanzar en Cádiz, como barco de papel, tu navío junto a otros tantos, hermanos de leche, el que te llevaría bajo los alisios al alto viaje y los buques de judíos recién expulsados de España.

Más aun que cartógrafo, fuiste conocedor de vientos: quién como tú para recorrer sus invisibles laberintos, sus mamparas translúcidas, sus efluvios balsámicos donde, lo dijiste tú mismo, sólo faltaba oír el ruiseñor.

Sí, Cristóbal, hay tierra habitada bajo el Ecuador, el Orbis Terraum está interrumpido, y el mar, claro está, es mucho más grande que el que describió Esdras en la Biblia.

Y ¿qué decir de tu piedra secreta, la brújula magnética? ¿Qué oscuros comercios con el diablo podía tener la piedra de imán que escondías a tus grumetes? ¿A qué alma fugaz pudo haber vendido el Maligno la magnetita, que con sus trozos de repuesto, te llevaría a donde el litoral orlado de oro en grano de la Martinica, rumbo a los papagayos, los monos araña y los vendavales de los huracanes?

India: el nombre resonó en tus oídos como sonido de arpa. Y sólo faltaba, aparte del ruiseñor, huestes de querubines tocando a bordo de la Pinta las felices notas de esas dos sílabas, In-dia, repítelo, In-dia.


Revista Inventio, marzo-junio 2014, Cuernavaca, México