En la jaula de las medusas
Instituto Mexiquense de Cultura
Toluca, 2010

Cuando era no-tuya

A mi madre biológica

Cuando era no-tuya aún, en el amnios de tu más profundo cuerpo, rodeada de aguamalas –Rhizostoma pulmo como nombre de gala, el pulmo me recuerda cómo inspira el “pulmón en la tarima” del verso de Laura–, tú que no tienes nombre, ¿qué aguas nos separaron como un Mar Rojo hecho a tu medida?

Me hablaron de fallecimiento sin mencionar ataúdes. Me hablaron de tumbas sin cementerios. Me vertieron pócimas en el conducto auditivo.

Desde el iridio de tu muerte, ¿a qué piélago sin orla retornaste, las puertas de agua cerradas como surco de velero?

¿Qué universo interior –agua dentro del agua, cardúmenes en la galaxia del coral– cría cúmulos de estrellas diluidas en la sal?





Qué tipo de daga

¿Qué tipo de daga perfora el vientre cristalino de la medusa?

Oh mesoglea,2 vientre de cristal blando, boca que digiere y deja ver la presa como en una vitrina.

¿En qué agua de ti soltaría su tinta hedionda, viscosa leche de un morado oscuro como cielo nocturno justo antes del alba?

Óxido de mar. Sangre de otro color que se derramó por las sinuosas rutas de la sal disuelta.





***


Las criaturas dormidas en el silencio se despabilaron de un golpe, verdadera comitiva de bocas voraces que, viéndose heridas de gravedad, dejaron por doquier un rastro de savia oscura.

La vi desvanecerse lentamente en el reino subacuático, voluta de humo que escupiera una chimenea, cola de cometa, trasnochada estrella solitaria, con su tramo de luz prensado entre los corchetes de la noche.





Soy el espejo ustorio

Soy el espejo ustorio que yace en el fondo del mar donde miró tu mirada, aspiradora de rayos solares en ramillete que me alcanzaron a un pársec de distancia del astro más cercano.

Vi la luz llegar en tropel, con mi anatomía sensorial primitiva, mis ocelos despiertos, la luz que desde tu ojo atravesó el agua a una velocidad de diez nudos.

No te importó la fiebre cuartana: asida de los cabellos, me sacaste de la sábana de mercurio y de las columnatas de coral.

Tampoco te fijaste en el encepe, ni en las largas raíces que se remontan a la casa de Dios.

Malagua donde tendí mi piélago de imprudente nado, arrancaste de cuajo todo lo que flotaba.





El efecto corpuscular de la luz

El efecto corpuscular de la luz nos habla del tiempo y del espacio como continentes del universo que se constriñen en uno solo.

Destilación de cuerpos ígneos en la materia primordial, su nucleosíntesis, esa neblina que permanece en la desmemoria como radiación cósmica de fondo, un recuerdo que atravesara el silencio.





***


Vi el ruido de los cardúmenes.

Oí su color de arco iris bajo la campana aleteante de las criaturas.

Toqué el sabor de su veneno en la mar previa al ataque.


Sí, Heisenberg tenía razón con su principio de incertidumbre: el acto mismo de la observación afecta lo observado.





La hora del ocaso que me flota dentro

La hora del ocaso que me flota dentro como un cielo, una tinta madre, demasiado pesada o exhausta para salir por la asombrada ventana de los ojos, me hace invisible.

Me torna muda en tu medio cuerpo sentado sin mirada frente a mí. Medio porque no se incorpora, lleno de lo que rezumaba antes, y se recuesta, indiferente, en la pieza ahumada como un cascabel vacío.





***


Te tenía entre la piel y la calle, en ayunas (el nematocisto no me servía, siguen nadando las presas que pudo haber paralizado). Te tenía sin itinerario, y el cansado curso del tiempo nos alcanzó por detrás.

¿Aún estoy para recuerdo?





Estaba partida en dos

Una personalidad es una nutrida reunión

de oradores y de grupos de presión, de niños,

demagogos, Maquiavelos... Césares y Cristos...

Henry A. Murray

Estaba partida en dos: toda luz a la derecha, toda oscuridad a la izquierda.

Un ojo de sombra me custodiaba y se posaba, rojo, en el lecho de mí a ti, como un amante. (Hay amantes que son amantes y amados a la vez: así los pólipos medusinos.) Espinoso guardián del reinado zurdo del corazón, podía mirar racimos de soles sin quedar ciego (la mitad silenciosa de mi palabra, tan muda como el rocío, viuda de belleza).

La contraparte, secretamente extraída de un venero diluviano antes de las medusas –esos gladiolos venenosos del mar– veía el ojo erguido del lado opuesto.

Una corola sin tallo –qué seda la vestía– hacía de alma. Y me llamaba, predilecta, diurna, de luz descabellada en pétalos, con su voz táctil y derramada. Me decía de violeta, me tendía la hoja blanca.

Tantos morados sobre su pistilo: rosa milenaria que floreció (polen, que no huevos de por medio), floreció sobre la nada.





Qué rango me otorgas

¿Qué rango me otorgas cuando se despabila la flor negra?


¿Medusa expiatoria?

¿Chivo de mar?

Neptuno mismo me ofreció la campánula (sí, Poseidón, el que preñaba a los monstruos marinos): guardaba dentro un sollozante doble de mí.





Sí tengo lágrimas

Sí tengo lágrimas, lluvia en voz baja, no piedras, Dios mío.


Ojos que vieron a Medusa.


¡Cómo quisiera piedras!


¡Cómo un arma querida, de cínico disparo o tino certero!


¡Cómo una cizalla, un espejo negro, una camelia hedionda!

Quien siembra vientos recoge tempestades.




***


Los animales submarinos (cuyos ojos producen piedras), los dotados de navaja o pistola, los espejos tiznados o flores de mal olor, están a salvo bajo la sábana del mar.

Yo soy criatura de superficie: de ahí la lluvia en voz baja, la corazonitis, el ojo de Medusa en el fondo del agua.




Velicar el alma (o “la lección de astrología”)

Velicar el alma, fruta pulsátil, para extraer su felpa.

Velerío que ondea sobre el manto especular, donde en doble, como dos ojos que se miran, Venus y el Sol beben en la fuente de agua venenosa, cambiada por un disparo de tu flecha en sangre de flor.

Venus de alacrán anudada al Sol de agua.

Venus de incendio colgada en el gancho del Sol de fuego.

Seremos abstemios, almas en volandas por la casa roja.




La ceniza de tus facciones

La ceniza de tus facciones, su albor.




***


La quiromancia fiera del Dios que destaza nuestros huesos hace de nuestros cuerpos hilaza lábil.




***

En el lecho recaudamos un tanto de oleaje sin que corra por las fisuras de las falanges ceñidas. Ensayamos nuestro lapso de afonía. De rebote uno hacia el otro (amorío después de comer, amorío de saleta, amorío de cruce y portezuela, de frontis y linfa pastosa), somos la clarilla que encala, el hielo que blanco se precipita.





Licor en nosotros

Licor en nosotros de un animal ponzoñoso nunca clasificado por Linneo, que los ventrículos procesan y la prensa de las horas exprime como se exprime una naranja agria. Sillar que extrae de los racimos del cuerpo su sangre invisible. Licor en el odre que somos, comensales y amantes bajo el claro de vino.




***


Bálsamo. Cabeceo de los flancos que sujeta la red de algodón como un tálamo de infortunio. Y nuestra sangre tirando a añil, que beben los cardúmenes del cuerpo.

¿No es también la mano de la luna lo que permite ordeñar la noche, obrar el milagro del ácido málico, del anisol y del fermento? He aquí mi mano sobre la que creció de repente un guante de terciopelo, mientras Cristos menores transformaban el agua de la fruta en vino.




***


¡Cómo aparecen –sombras chinas al calor de la alcoba– los otros dioses de la corola amorosa y retuercen sus velos!

Quedamos de ataúd para futuras visitaciones.




Ustedes, faquires del tiempo y del espacio

Ustedes –faquires del tiempo y del espacio– que ya subieron en volandas la escalera de la conciencia crística.

Ustedes que miran mi pequeñez desde adentro de las medusas aéreas que son, tengan piedad de mí, que no tengo planetas de aire. Ustedes que suben como globos por la senda del viento, las veo ya tan lejos, yo que tragué el yunque de plutonio.




***


La conciencia crística es un diamante, un corte de la faceta más oculta. Yo negra, veo desde el más bajo escalón el Dios de labios blancos asomado a la escalera.

El ángel de la distancia también ahí asoma, con sus alas de calicó color hueso y su túnica de neblina. Lo veo mandarme un beso de espera. Veo dibujarse en sus pupilas un abrazo venidero, grácil caricia de bienvenida al malvenido, por muy alejado que anduviese.




Mira la vida de Pessoa

“Mira la vida de Pessoa, la de James Joyce”, me dices.

Sombras de traje negro que deambulan sin ojos y sin boca por las calles llenas de transeúntes de Lisboa y de Dublín. Pobres fantasmas con la eterna pluma de ganso en mano, y tintero en el buró como botella de noche. Espectros que son puro contorno.

¿Soy Pessoa, con sus cuatro nombres, sus difuntos tan habladores que el sepulturero quiere devolverlos a casa? (Se parecen a mí, dices.)

Los transeúntes están armados de hondas. Tú no los ves: eres el abogado del diablo, no te pagan para verlos apedrear. A mí, la descaminada, la de yos múltiples, la del Ulises que sólo tiene un día para vivir y conocer los intríngulis de la vida, la del poeta fingidor con un abanico de apellidos, me vaciaron la madre en las venas, con todo y medusas: por eso se me multiplican dentro los seudónimos, heterónimos, personajes que tú llamas narcisos secundarios, y que son para mí las flores predilectas.




El barco estalla de noche

El barco estalla de noche –cuántos sucesos provoca la noche–, y boga pequeño en las aguas estancadas de tu corazón.

Bajo el eclipse penumbral dibuja arabescos, como si el casco patinara en una pista de hielo, un mar congelado de medusas.

Tú, la encendida, no en hora nona sino duodécima, no sales del mapa nocturno que consulté sin querer: la mañana te sacaría los ojos, y lo sabes. Por eso permaneces en el sótano, bajo la tapa que no filtra luz, presa entre los muros del autoincendiario que se crea a sí mismo en ti. Cautiva te quedas hasta que el cielo, en alianza con la negrura alterna –faz nunca iluminada de la luna–, levante sus estrellas y traiga sus bosques de luceros, reflejo en tus pupilas.




Paisaje

Paisaje: mariposas que revolotean en un paraje yermo

percutido por la luz.

En la recámara, un entramado de fémures y costillas que han resistido la carga del exilio: alambres invisibles cosen todo aquello junto, a la hora amatoria.




***


Resol ciego, agujero donde sopla una brizna de mar (nada se evapore por los surcos de los índices, pulgares y anulares prensados).




***


He aquí la estancia de callar, la vasta estepa de la catadura, el diluvio grumoso cuyos ácidos emblanquecen los carámbanos del invierno. He aquí el verano.




El cerco

El cerco es perfectamente redondo. Lo delimitan innumerables puertas de agua, una al lado de otra, todas cerradas con llave.

Vivo dentro desde hace lustros. Tanto se acostumbraron mis ojos en ver circularmente, que no puedo distinguir los marcos cuadrados que nunca franqueo.

Pero un día se abrió una de las puertas, y te vi por el batiente entornado, azul, luminoso, lleno de besos que me parecían destinados. No me acerqué. Mucho menos me atreví a salir.

Las telarañas, desde entonces, han vuelto a tapiar la abertura.