Brisas del ayer

Aquel viento 

que desmelena los abedules

¿acaso es el mismo que acaricia el hilo

donde cuelga invisible el Trópico de Cáncer,

alambre sin púas 

para el cruce del sol? 

Arcaduz del malpaís cuyas fronteras

trazó tu dedo, padre, 

en el mapamundi de nuestra alma compartida, 

arcaduz que desagua hieles ajenas,

hieles maternalastras, 

zumos embriagadores y ponzoñosísimos 

de la desmemoria.

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Rito mortuorio

Bajo la seda de su mortaja, papá yace con una viuda.

Las nubes resplandecen azules contra el cielo blanco.

La colmena hormiguea de corazones aplastados: 

la madrastra prepara feliz sus menjunjes. 

La antigua familia —papá, mamá y las dos hijas—

ya no sirve para nada. 

Bajo la seda de su mortaja,

                      papá y la viuda yacen

               como dos papalotes en tierra.

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La puerta de tu casa

Tu puerta, una boca

llena de palabras

sin pronunciar

colgando de su epiglotis

a manera de candil.

Tu puerta guardada 

por un cancerbero hembra,

hidra descabellada

a la que habríamos de decapitar

cabeza por cabeza.

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La colección de muñecas

Papá lindo, ¿no has visto su colección de muñecas, con sus caireles y boquitas pintadas, siempre mudas (tienen que ser mudas, imagínense, Dios mío, que se pongan a reclamar, a pedir más caricias, una cama más cómoda). Muñecas con ojos siempre como platos. Y con brazos y piernas que se alzan y bajan al antojo de su dueña. Las muñecas no dan lata: se quedan acostadas ahí donde uno las acuesta y no comen durante días (porque las muñecas tienen poco apetito).

Ella tiene las muñecas guardadas en algún lado. Hurga, papá lindo, en el clóset, en el desván, en el cuarto de tiliches. Mira muy bien, papito, y encontrarás al ejército de niñas muertas que no saben sino sonreír, pero tranquilo, no te espantes. No te vayas a asustar si no se parecen nadita, pero nadita, esas muñecas, a nosotras dos, tus hijas de carne y hueso.

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Pulmonía

Tú mismo, papá, me hablaste de la sonaja 

que se agitaba en mis pulmones.

No hubo transfusión de sangre, sólo yo igual a yo, 

sola, un angelito al que le habían quitado las alas

con una llave stilson.

Hoy, en tu caldo mortuorio en forma de cama

donde navega el cuerpo lascivo de una mujer 

—en su proa la cabellera de fuego y largas piernas 

rellenas de pulpa de guayaba—,

hoy, contigo yacente y vivo aún, con tu corazón de dátil

que no ha madurado lo suficiente, me pregunto

si en tus noches de insomnio te asalta el recuerdo 

de esa nave diminuta donde naufragaba sin tocar fondo

el cuerpo de una niña sin padres. 

Tal vez te acuerdes, sí, de la tienda de campaña

donde yo acampé en el hospital a los seis meses de edad:

velario de lona que respiraba conmigo o tipi

o pequeña pirámide de tela o bóveda celeste geométrica 

—un poliedro—

cubriéndome como el techo y las paredes de un invernadero

cubren el ejército de macetas 

donde respiran flores de ornato.

Una niña sin padres que tú, padre querido, padre futuro,

habías jurado amar hasta la nave mortuorio verdadera. 

Patria potestad, juramento hipocrático de los lares, 

latinajos que hoy no son más que papel mojado.

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Ah, la carnicera

Ah, la carnicera, la carnicera de tabla limpia como la nieve afuera de la ventana, la nieve recién caída que no conoce ni el guamúchil ni la chirimoya, ni la pitahaya ni el mamey, la nieve de ese acullá hoy moribundo que boquea en la cubierta de una carabela moderna. Oh, del polo al Trópico bogaría el padre, en un mar níveo sembrado más al sur de árboles frutales, pero la carne sanguinolenta sigue allá, la carne de las hijastras sacrificadas en el altar.

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Canción fúnebre

Tu ataúd, papá,

aún no existe, pero ya lo veo levitar

en un velatorio venidero

que tampoco existe ahora,

la ballesta de tu alma

alzando con toda liviandad

las tablas del féretro

que tampoco existe, todavía no.

No quiero que aparezca, ese cajón de madera

que en volandas llevará tu cuerpo

a los labios húmedos de la tierra,

hasta que tú y yo hayamos pronunciado

las palabras correctas.