Oda al bosque

Nos guste o no, los árboles son hermafroditas, y no ángeles asexuados, emplumados en su encaje de clorofila; en ellos late un corazón de savia.

Ya no podemos cortarlos sin escuchar los gritos que profieren, gigantes mandrágoras, milicias toda corteza y en pie de guerra.


Pulgarcita, que por supuesto no existe, pero él la ha soñado noche tras noche haciendo trampa: la ve recogiendo hongos venenosos y dejar a su paso un rastro salpicado de migas de tinta.

Ella se abre brecha en la espesura —bosque de arces y bugambilias, selva variopinta para el quetzal y el oso grizzli, ¡qué oscuro es aquí!—, y se abre brecha con su bolígrafo. La siguen una parvada de buitres, una jauría de pterodáctilos, una camada de faetones (exquisitas manadas de pájaros extintos) —alas extendidas en lo alto circundando al unísono el trazo negro de su caligrafía.

Carta a Khaled


Khaled,

llevo tu pueblo a cuestas como una piedra.

¿Seremos acaso para siempre condenados

a este largo ascenso,

Sísifos de perlas rojas encerradas en su caja,

tú en mí como la médula al hueso, el fuego al sol,

la plata a la luna?

Y todos los relojes de arena del mundo

no alcanzarían a cubrir los muertos

en los cementerios de Gaza.

Khaled, quisiera palabras tan hermosas,

y el ángel me latiguea con su cálamo,

quisiera palabras tan luminosas como alba,

caricia, pétalo, pluma de quetzal,

y la piedra rueda de mi espalda,

plomo que se hunde en picada

hasta la hez donde tus muertos han ido a parar.