Babel en salmuera roja

In memoriam Susana Sanromán (1957-2005)

No fue hasta que vi el rostro del hombre asomado sobre mí, las manos cruzadas en la espalda y la bata de cal en hombros, no fue hasta que miré ese rostro preguntándome con voz dulce y pausada “Señora, sabe usted cómo se llama?”, que supe más allá de cualquier duda que algo andaba mal. El rostro remataba un cuello viril del que colgaba un estetoscopio, asemejando un largo collar de perlas.

- ¿Cómo me llamo?

- Sí, su nombre, señora, su nombre.

Balbuceé un par de sílabas inconexas, sólo para darme cuenta de que se me había borrado mi propio nombre... ¡Aniquilado, tachado de la pizarra de la memoria, que en este momento me pareció más laberinto que pizarra! El hombre, flanqueado de dos enfermeras, parecía una gaviota escoltada por otros dos pájaros blancos. Me he de haber quedado así, muda, los ojos en blanco, durante varios minutos: podía leer la angustia en los tres rostros que, asomados a la camilla, asemejaban los de los anatomistas en el famoso cuadro de Rembrandt. De pronto, las letras y los sonidos que las acompañan se fueron formando lentamente en mis pensamientos como tinta simpática inversa: “Susana Sanromán”. Hubo un lapso de otros tres o cuatro minutos entre el momento de la formación de las letras y el par de segundos en que logré articular mi nombre, mientras los tres rostros tensos que me seguían rodeando me miraban como si hubieran visto mi alma.

La siguiente pregunta del médico, “¿Sabe usted por qué está aquí?”, me produjo alivio, no porque supiera contestarla sin vacilar, sino porque la hilera de eventos anteriores a mi lapsus empezaba a formarse, como se habían formado el milagroso dúo de las palabras “Susana Sanromán”.

Leí los pensamientos de una de las enfermeras: “Si no sabe qué hace aquí en un cuartito atestado de máquinas, donde se la pasa acostada mínimo dos medio días a la semana, llamaremos al siquiatra de guardia”. Respondí a la pregunta del médico como un escolar orgulloso de saber la respuesta lanzada a quemarropa por la maestra: “Sí, lo sé, doctor, estoy aquí porque no tengo función renal y vengo a recibir hemodiálisis. La enfermera a su lado se llama Carmelita.”

En los pocos eventos inmediatos que recordaba —la llegada al hospital, el ritual de estacionarme, el acostarme en la camilla cómoda donde siempre me sumía en el sueño, el ser conectada a la máquina, el oír las quejas de mi compañera de enfermedad que insistía, amargada, en que le cediera yo mi horario de hemodiálisis y tomara el suyo a cambio— no había nada que justificara el rostro perplejo del neurólogo con voz dulce y pausada agachado sobre mí con la solemnidad y el ceño fruncido de quien mira caer una moneda en un pozo. No entendía por qué tanto alboroto por un simple paciente que acude a hemodiálisis, y, teniendo el cerebro poco oxigenado —como es costumbre en ese tipo de tratamiento— padece un acceso de amnesia momentáneo.

Un poco después de haber respondido al médico, el cuchicheo de las dos enfermeras, que se iban alejando muy pausadamente, me llegó como el eco débil de algo que se resiste a morir. Tal vez las dos voces no susurraban sino que comentaban, animadas, lo sucedido en voz alta, pero digo “cuchicheo” porque mi agudeza mental en ese momento seguramente no pasaba de la lucidez experimentada por Lázaro el día de su resurrección.

- Lo peor fue cuando se puso a hablar en lenguas a la enfermera que le colocaba el catéter y a insultar en el mismo idioma al enfermero en turno. Estaba fuera de sí del puritito coraje. Imagínate que te insulten en un idioma que nunca has oído, y que, ¡ve tú a saber, para empezar, si el mentado idioma siquiera existe!

- Oye, y ¿no será que le pasó eso de hablar en lenguas por los rumores que hemos oído?

- ¿Cuáles rumores?

- ¿Eso de que la máquina, en realidad, no es un aparato para realizar hemodiálisis, sino que sirve para detectar quién tiene inclinaciones mediúmnicas?

- ¡Quién va a creer eso! Si nunca había sucedido antes, eso de que ella se pusiera a hablar en chino o en urdu o en aymará o en marciano, sea cual fuere el idioma. Es de lo más normal que una persona con la enfermedad de la señora Sanromán pierda de repente el hilo: los enfermos renales tienen problemas con la oxihemoglobina, ya lo sabes. Luego se les quita. Pero eso de que un grupo de científicos perversos hayan alterado la función de los aparatos del hospital es pura broma de gente ociosa. Sí he oído los chismes: ya ves que la gente no sabe qué inventar... ¡Pero de ahí a creértelos, hay un enorme paso!: deja de ver tanta televisión y de leer cuentos de hadas, mi querida Carmelita.

- Pues los hebreos de antes creían que el alma se halla en la sangre. Así, tal cual, revuelta con los eritrocitos, la hemoglobina y las plaquetas En algún pasaje del Antiguo Testamento lo dice. Por eso hay sectas seudocristianas que no permiten las transfusiones, porque temen una supuesta trasmigración del alma de un cuerpo a otro. Imagínate semejante asunto: si eso fuera cierto, ¡a la hora de recibir un transplante heredarías también el karma del otro! Podrías hasta retroceder varios peldaños en la escala evolutiva espiritual: y de santo, te volverías un ácaro... – dijo Carmelita soltando la carcajada.

- Uy, pues ¡pobre del que recibió un corazón de chango! ¿De qué era, de chango o de borrego, ¿te acuerdas?, el primer transplante de órgano sobre un ser humano, que fue todo un hito? Después de la intervención, el señor corazón-de-mono se ha de haber puesto a espulgar a su esposa y a sus hijos...

Oí otra vez un par de carcajadas. Las nubes de mi mente habían empezado a disiparse y los elementos que tejen el entramado cronológico —es decir, lógico en el tiempo— del recuerdo se iban acomodando poco a poco. Era yo Susana Sanromán, padecía una enfermedad crónica grave, y de pronto me sumía, momentáneamente, en el abismo profundo de la amnesia. Pero nunca antes me había sucedido tan contundentemente mientras estuviese en el hospital y jamás había llegado al grado de que mi extravío simulara la revelación de Pentecostés o la desventura ocurrida en la Torre de Babel.

- Pues una vez leí (la enfermera bajó la voz aun más y tuve que aguzar el oído para distinguir lo que decía) de una máquina de centrifugado que podía separar lo material y lo inmaterial. Un experimento secreto llevado a cabo por científicos noruegos.

- ¡Ah sí, el alma de un lado, y los glóbulos rojos y el plasma del otro! Hazme tú el favor... ¿Qué consistencia tendrá el alma, querida? ¿Flotará? Tal vez se deposite en la pared de las venas y arterias como un poso de café en el fondo de una taza. En vez de acudir a la lectura del bagazo del café, iríamos a la lectura del alma. El riñón lo agita todo con su “chaca-chaca”, y ¡listo!: el sedimento de la materia abajo y los vapores del alma encima como un velero bogando a toda vela sobre el tapiz acuoso del mar.

- Mira, yo nomás digo. No vaya a ser. Dicen que el alma pesa unos cuantos gramos. Treinta, creo. Que si pesas a un muerto justo después del último soplo, le falta eso.

- ¡Es el peso del aire contenido en los pulmones, reina! Imagínate eso: Fulano es de alma muy pesada. Mengano tiene alma de peso pluma. Perengano es de alma ligera, pero con más ozono que neón. Bonita cosa...

Con todas las piezas del rompecabezas en su lugar, traje mentalmente a colación el hecho de que esta nueva máquina de hemodiálisis era muy distinta de las otras que conocía. Había sido tratada en varios hospitales y hubiera podido describir con lujo de detalles ese gentil monstruo de metal adornado de tubos y botones de color que me había mantenido viva durante los últimos años. Esta maravilla tenía un botón anaranjado en forma de corazón ubicado en la esquina inferior derecha, que ninguna otra tenía; era mucho más grande que la del Hospital General y del Sanatorio de la Virgen Purísima; incluso, resultaba tan silenciosa que se podía oír a las enfermeras susurrarse cosas al oído.

Fue en ese momento, cuando estaba por regresar a mi casa —una vez pasada la conmoción causada por mi amnesia y mis dotes políglotas o “heteróglotas”— (el neurólogo ya me había dado de alta) e iba de salida por las puertas giratorias, que reparé en él: nunca lo había visto antes, aunque conocía de memoria al personal que laboraba en esta ala del hospital, inclusive a los familiares y allegados de los que padecían fallo renal. Su barba era larga, blanca, y sonreía plácidamente. Estaba sentado en un rincón de la sala de espera adjunta al cuarto de hemodiálisis, con un cuaderno pequeño en el regazo, donde aparecían signos crípticos que no tardé en identificar como escritura estenográfica. Me había acercado, había mirado por encima de su hombro, y él no había hecho el menor esfuerzo por ocultar el cuaderno: en la hoja donde aparecía lo que asemejaba transcripciones inconexas —de menos, inconexas en cualquier idioma que se pareciera al nuestro— estaba mi nombre, mi pobre nombre que recién había estado a punto de ser tragado por las fauces del olvido o del Olvido. También aparecían la fecha de hoy y una inscripción que rezaba, en tinta violeta y con letra muy adornada, así: “Experimento Número Cincuenta, Hospital Franco Mexicano, paciente muy receptiva, facilidad para la comunicación extrasensorial”.

Me pregunté de quiénes serían esas voces imprecatorias que habían usurpado mi momento de amnesia, y si podían, dado el caso, registrarse en una grabadora. Pero al pensar que yo había sido habitada por voces, la primera que me vino a la mente fue la de una amiga mía, dotada de una marcada afición por lo inverosímil, lo insólito o lo sobrenatural —como quiera llamarle el lector según su cosmovisión más, o menos, cartesiana—, a quien, por cierto, comenté aquella misma tarde mi acceso de ira en lengua desconocida. Al día siguiente, una frase suya repicaba en mi mente ya serenada: “Tal vez ese idioma que hablas tú cuando te extravías es la lengua misma de los ángeles. Si algún día te da eso de empezar a divagar en un idioma estrafalario en mi presencia, no te interrumpiré preguntándote si recuerdas tu propio nombre. No se le hace una pregunta tan terrenal a alguien que está en comunicación con planos superiores de conciencia. Tal vez lo que tienes tú no es amnesia sino un toque pasajero de clarividencia”.